PUBLICADO EL 17/02/2020

El color del dinero

Por Ana Carolina Albanese , Profesora investigadora del Instituto de Ciencias Sociales de UADE

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Hay colores que, sin lugar a dudas, evocan un producto y una marca determinada. Incluso el color es tal, según la marca que lo acompañe. Rápidamente podemos reconocer el azul o celeste “Tiffany”, el naranja “Hermès”, el rosa/gris “Dior”, el rojo “Louboutin”, el púrpura “Cadbury” y otros tantos.

Ahora bien, dado el capital que invierten las empresas para ser relacionadas con un color o prácticamente para apropiarse de él, es lógico que intenten hacerlo bajo un registro legal de patentamiento.

Lo habitual en la práctica, por la propia naturaleza de los colores, es que las oficinas de registro de una marca en el momento de la solicitud requieran una prueba evidente de que el mercado asocia ese color con esa marca, para esos productos. Esto es lo que se conoce como distintividad adquirida por el uso (es decir, no intrínseca al signo), distintividad sobrevenida o, en inglés, “secondary meaning”.

Para poder llegar a tener un color registrado como propio, la empresa debe probar que los consumidores lo relacionan directamente con la marca. Además, debe demostrar que la principal función de ese color en el mercado debe ser la identificación con la marca que se pretende registrar.

Es decir, si una empresa ha desempeñado tanto esfuerzo (e inversión) para que el consumidor identifique su color con ella y tiene semejante asentamiento en el mercado, es merecedora de obtener la protección.

A la hora del registro, la extensión del color queda enmarcada en el ámbito de su actuación. Por ejemplo, el PMS 1837 (el color que tiene registrado Tiffany) lo es tanto para piezas de joyería como para cajas y packaging. Cualquiera de nosotros puede pintar su casa con ese tono sin que Tiffany pueda impedirlo. En el mundo de la moda, llegar a tener como valor diferenciador un color determinado significa que una gran porción de mercado lo reconoce.

Cada vez más para las marcas es importante fidelizar clientes. Esa fidelización es dirigida más que a los productos que se comercializan, a la marca y al ADN de la misma. Ese ADN intangible se relaciona con los valores de la empresa, con el reconocimiento inmediato y la identificación por parte de los consumidores.

Es aquí donde se juega la principal batalla de los grandes emporios, en conseguir la intangibilidad. Un claro ejemplo fue la disputa entre LVMH y Tiffany. El conglomerado LVMH, antes de hacerle una oferta de compra a Tiffany, le ofreció por cada acción un 20% más del valor de mercado de esas acciones. Sin embargo, la propuesta fue rechazada por no reflejar el valor de los intangibles, entre ellos el color distintivo adquirido. Ahora LVMH volvió a la carga con una propuesta más jugosa teniendo en cuenta el valor de la intangibilidad, que Tiffany definitivamente no pudo desestimar.

La principal razón en la aceptación de la oferta fueron los intangibles, aquellos valores que difícilmente pueden tener un número exacto obtenido de un baremo, de un ejercicio contable o de un balance; ese valor está dado por el reconocimiento del mercado y de los consumidores que a la hora de elegir piensan en la cajita de ese color.


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